El Gran Fulgor

Estimados amigos y amigas:

Hago una excepción en este blog, que alguna vez mutó a la poesía, para regalarles a pedido de muchos de ustedes, el cuento "El Gran Fulgor", relato con el cual me vi honrado en recibir el Premio Juegos Literarios Gabriela Mistral 2007 que entrega la Municipalidad de Santiago, hace algunas semanas.

Gracias a todos quienes han estado conmigo, a los que lo leyeron y a los que lo leerán

Esteban


EL GRAN FULGOR


Vimos las cúpulas fosforecer, los ríos
anaranjados pastar, los puentes preñados
parir en medio del silencio

Oscar Hahn, poeta chileno

1

No entendí, sino hasta el amanecer del 6 de agosto, la obsesión de fotografiarse tantas veces con un avión como telón de fondo. Se agrupaban en filas junto a él y luego venían las imágenes individuales. Parecían niños con su juguete nuevo. Esa madrugada, dos soldados habían ido por mí al dormitorio. Notaba desde hace varios días que estábamos en medio de “algo grande”, como me habían dicho y, al parecer, la ocasión ameritaba el especial desfile frente a mi cámara.

Por esos días, al observarla desde el cielo, la isla de Tinian era una mancha verdosa rodeada de aguas color esmeralda. Un hangar junto a otro, una barraca pegada a la otra. Era mi primera vez allí en el archipiélago de las Marianas. Había estado en cada base a cargo de la elaboración del archivo fotográfico del Comando Pacífico. Para algunos, mi labor era similar a unas largas vacaciones en islas paradisíacas, cuya única molestia eran los ataques japoneses que se dejaban caer de vez en cuando y el estilo duro de algunos oficiales. Me limitaba exclusivamente a las fotografía y a hacer los envíos a San Francisco o Hawai para surtir a la prensa de imágenes de una guerra que ya teníamos ganada. En mayo había caído Europa, y Hitler no era más que un recuerdo, a excepción de los campos de exterminio que los rusos fueron descubriendo en su arremetida desde el Este. Pero acá quedábamos nosotros. Más bien nosotros y los japos, que daban una lucha perdida hace rato y que eran como una mosca a la hora de comer. Molestos, irreductibles e incansables.

Para George Caron, matar japos era un deleite revestido de deber. Lo repetía hasta el cansancio durante las semanas que estuve junto al escuadrón 509: “Caen como moscas”, decía, y mostraba en su bitácora cuántos aviones había desplomado desde el colosal B-29 que les estaba asignado desde hace un par de meses. Lo normal era que los aviones fueran bautizados, ¡qué se yo!, “Wonderful Iowa”, “Beautiful Catherine”, “Sweet Princess”, “Big Grandma”, “Horny Linda”, “Willy, The Best”. El del escuadrón 509 aún no recibía nombre y estaba al mando del coronel Paul G. Tibetts, de Headbull, Missouri, un pueblito mínimo y anónimo del que el oficial se expresaba como si estuviera hablando de Chicago, Los Angeles o de la mismísima Nueva York. Cierta vez lo busqué en el mapa y sólo encontré un punto ínfimo cercano a Saint Louis.

2

Las noches en Tinian fueron siempre extrañas, de desvelos. Rodeadas de sueños de grandeza, Lucky Strikes, bourbon Jim Beam y póker, por sobre todo mucho póker. Tibetts fumaba todo el tiempo. Podía faltar cualquier cosa en el escuadrón, pero el tabaco para el coronel, jamás. De vez en cuando regalaba chocolates a sus hombres. Los dejaba caer con precisión sobre las manos de ellos, como quien arroja una bomba. Entre charlas, humo, pocas risas y dólares que iban, venían y que cambiaban de bolsillo con igual velocidad que la de un casino, supe que Tibetts siempre era el primero en la fila para las misiones peligrosas. “¿Hay que bombardear un crucero japonés desde gran altura o introducirse más allá de las líneas enemigas para hacer añicos algún poblado? Ahí está el coronel. ¿Hay que sobrevolar territorio japo para funciones de observación y alistar un bombardeo de bandada? Ahí está Tibetts”, me explicaba Caron con su rostro patibulario y tiernamente pecoso quien, cada vez que podía, sacaba a relucir una serie de místicas y sexuales experiencias cuando disparaba su metralla “Cry baby” – bautizada así por él - desde cientos de pies de altura con la precisión de un cirujano.

Caron me producía cierta desconfianza y gracia a la vez. Un tipo como ese no es alguien a quien prestarías el auto una noche de viernes o al que le pedirías que cuide un fin de semana de tu esposa y tus hijos. Era un duro de aquellos. Con ojo avisor siempre listo, dueño de miradas de reojo permanentes. En el póker le dabas una mano y era capaz de robarte hasta los dedos. Entre él y Robert A. Lewis, el copiloto de la nave, había una extraña disputa. Egos, favores, prestigio, honor. Pero a mí no me interesaba nada de eso. Yo quería obtener buenas fotos, las mejores imágenes de guerra del mundo.

3

La primera cámara me la dio mi padrastro en 1931, cuando cumplí diez años. Era una Luxibox Olimpia 6x9 que ganó en un torneo de caza. Nunca más me despegué de ella, hasta que nueve años más tarde fui “favorecido” con el llamado a la base West Morgan, en Carolina del Sur, para servir en el Ejército. No llegué a ser un portento físicamente hablando, pues para el trabajo sucio estaban los otros. No olvidaré jamás a Steve A. Crites, nuestro instructor, cuando tras una jornada de trote, duro ejercicio y víctima de la insolación me expulsó a gritos de la compañía prometiéndome que “¡Jamás!, ¡Jamás!” pasaría del rango de cabo y que primero un enemigo debería atacar Estados Unidos antes de que yo llegara a ser algo más que un soldado raso. Y así nos fue. Los japos nos cayeron encima en Pearl Harbour un año después de sus palabras, donde me transformé en el ojo fotográfico más certero del Ejército, la Marina y la Fuerza Aérea, al menos en el Pacífico.

Henri Cartier-Bresson me lo dijo a bordo del acorazado Lincoln, a fines de 1944, donde fui asignado como su acompañante cuando él tenía la idea de un documental sobre el Ejército estadounidense. El famoso fotógrafo perteneciente a la resistencia francesa, estuvo prisionero más de dos años en manos de los alemanes, hasta que escapó. “Eso es tener pelotas”, le dije cuando relató de qué manera había huido de los nazis en Wuttemberg, mientras bebíamos coñac una noche en su camarote. “¡Estas sí que son pelotas!”, exclamó cuando le mostré las fotos que hice en Pearl Harbour.

El día que retornó a París, Cartier-Bresson me dijo: “La guerra es la guerra. Nada bueno nace de ella, sólo muerte, caos y dolor, pero algo bueno sale de vez en cuando, alguna fotografía que se anclará en la memoria y hará de testimonio por toda la eternidad y tú eres un buen ejemplo. Tienes el ojo veloz, siempre listo… Si sobrevives, ojalá me busques, podríamos trabajar juntos”.
Siempre critiqué su búsqueda artística por sobre el ojo rápido. Aguardaba minutos valiosos hasta obtener un encuadre o un momento perfecto. “Cada diez segundos tomo una buena fotografía, una obra maestra”, se jactaba con el ojo presionando levemente el visor. Curiosamente, sus mejores imágenes eran aquellas que tomaba en lo que él llamaba el lapso, gatillando una y otra vez en intervalos de cinco segundos hasta que decía “¡Basta! La última es la mejor, como siempre”, con ese acentillo francés mezcla de orgullo e ingenuidad.

4

Para algunos, el trabajo que yo realizaba en el Ejército era menor. Burlonamente me llamaban, a veces, “Francotirador”. Luego, cuando sabía que aquellos que se reían de mi trabajo ya eran alimento para los tiburones o simple carroña, los buscaba en las fotografías y marcaba una “X” roja al reverso de las copias. Saber que eran carne muerta, aunque viva frente a mis ojos cuando los retrataba, pero carne de cañón al fin, no era fácil. Compañías enteras pasaban por mi lente en distintas labores. Trabajando en limpieza, alistando sus armas, en su vida cotidiana a bordo de un barco o en tierra. Circulé por todo el Pacífico Central capturando imágenes de la guerra que al Gobierno y a los aliados les interesaban para distribuirlas y manipularlas a su antojo entre la prensa internacional. Fotografías triunfantes para levantar el ánimo incluso de las mismas tropas. Camiones repletos de soldados ingresando en pequeños islotes del Pacífico Sur. Tropas adentrándose en selvas de mínimos archipiélagos con la bandera adelante, atrás o a un costado. Me exigían que siempre estuviese la bandera.

También captaba fotos dolorosas, especiales para manipuladores de agencia de propaganda gubernamental. Soldados mutilados, un avión cayendo al mar envuelto en llamas, un chiquillo de apenas 15 años, que nadie sabe cómo llegó a enrolarse en la Marina, con su cuerpo completamente vendado y sin sus dos piernas. Héroes, simplemente héroes y carne muerta, pero siempre con la bandera en algún lugar.

5

A fines de julio de 1945, quizás el 25, llegué a Tinian por órdenes superiores. El punto era estratégico, algo así como un émbolo en pleno corazón del Pacífico Sur. Había un constante despegue y aterrizaje de aviones a toda hora. Ni en mis sueños, a esas alturas siempre con gente vestida de trajes grises o verdes, oliendo a pólvora y cercado por balas y bombas, había visto tantos aviones reunidos, tanto ajetreo en los hangares.

Al día siguiente me fueron presentados en el bar de oficiales los comandantes Tibetts y Claude K. Eatherly. Eran dos más, como tantos que conocí en esos años. Ambos jugaban póker.

-¿Usted es el famoso fotógrafo, sargento? – dijo Tibbets dándome un frío e indiferente apretón de manos.
-Vaya, señor, no sabía que gozara de cierta fama. Menos acá.
-¿Quién no ha oído hablar de usted, sargento? Donde pone el ojo, pone la foto. Es fácil así ¿no cree?. Un buen rango, excelente pensión para el futuro y viajes cinco estrellas a bordo de nuestras naves sin siquiera descargar una bala – lanzó con desparpajo, llevándose un Lucky a los labios y concentrándose en las cartas.
-Juega de una vez, Tibetts – le ordenó Eatherly impaciente.
-Lo que usted señala, coronel, se aleja bastante de lo que he pasado y he visto. Si bien ya soy sargento y, como usted dice, me he ganado ese honor sin gatillar una bala en cuatro años de guerra, podría hacer el reclamo ante la superioridad, si lo estima pertinente.
-¿Pertinente? ¿Qué palabra es esa? Me causa gracia, sargento – dijo arrojando un pobre trío de nueves sobre la mesa.
-Tiene estilo, sargento. Usted, tiene estilo – celebró Eatherly sonriendo no sé si porque se llevaría 20 dólares al bolsillo o por mi respuesta.
-Bueno, mañana quiero que nos acribille con su camarita. Vamos a retornar al trabajo con días bastante agitados. Lo esperamos en el hangar seis a las once y treinta. ¿Debo ir maquillado? – agregó Tibetts, dando una mirada cómplice a su compañero, el que se largó a reír.
-No es necesario. Basta con su presencia y el trabajo que realizan. No son grandes fotos las que tomaré.
-Ya vendrán las grandes, sargento, ya vendrán. Esas fotos lo harán rico a usted y a mí, famoso
-Aproveche y háganos un buen retrato ahora, para enviárselo a mi esposa – solicitó Eatherly.

Tomé la cámara y los fusilé de cinco tiros con mi Eastman A-4. Curiosamente el flash los hizo pestañear con su fulgor. Los dos cerraron los ojos y bromearon. Tibetts hizo mención a la luz de un tal “Muchachito”. Eatherly se puso extrañamente tenso y bebió de un trago lo que restaba de bourbon.

6

Aparecí puntualmente en el hangar seis. Estaba cerrado y dos soldados me bloquearon el paso. Les expliqué que el comandante Tibetts me había citado allí a esa hora. Uno de ellos vio una lista y movió la cabeza negativamente.

-Su nombre no está acá. No podemos dejar ingresar a nadie al radio del hangar.
-¿Podría consultarle al coronel Tibetts? Recibo órdenes, igual que las suyas- El soldado hizo un gesto a su compañero el que ingresó al galpón.

Veinte minutos después retornó con una nota de Tibetts. En ella me ofrecía disculpas e indicaba que “por razones del máximo interés, deberemos posponer nuestro compromiso para otra ocasión”. Al final me indicaba que había hecho los arreglos pertinentes para que compartiera con los hombres de su escuadrón por varios días y que, si me interesaba, podría quedarme con ellos en su dormitorio a fin de hacer algún tipo de fotografías que reflejaran a un grupo que “hará historia”, escribió.

Para el 1 de agosto ya estaba junto al escuadrón 509, con Caron como encargado y guía de mi visita. Me percaté que, pese a su desvarío permanente, los otros seis integrantes mantenían un especial respeto o temor por él. Además noté que era el encargado de mantener la unión y la moral del grupo en alto, por orden del coronel.

Tibetts se ausentaba el día entero y entre la tropa se especulaba que había algo grande entre manos. Se notaban ansiosos. No habían tenido ninguna misión en las dos semanas anteriores y el B-29 que les correspondía estaba en el hangar seis hasta nuevo aviso. Caron charlaba con el coronel por las tardes, en largas conversaciones a las que el resto del escuadrón no era invitado.
Luego volvían y comenzaba la rutina del póker y las historias de pueblo hasta cerca de la medianoche. Con los días, Tibetts se fue ensimismando. Me rehuía y bajaba la mirada cuando nos cruzamos un par de veces en el dormitorio. Yo iba por las trescientas fotos y comenzaba a inquietarme, más bien a aburrirme. No había ningún movimiento extraordinario, excepto jugar póker con aquellas fieras.

Se nos prohibió la salida del dormitorio. Comenzó a ir y venir gente para tomarnos muestras de sangre y realizarnos diversos chequeos médicos. Jamás había visto algo similar en ninguna de las bases. Todos se preguntaban por las razones del inusual movimiento. Sin embargo, a los hombres de Tibetts la situación les era indiferente y continuaban sus labores de ocio y entretenimiento a la espera de que abrieran la puerta, aguardando la bajada de bandera para salir como una jauría que corre a despedazar lo que se le cruce por delante.

A lo lejos observaba desde la ventana los movimientos y el ajetreo desde y hacia el hangar seis. Quienes entraban y salían de allí eran siempre los mismos. Tibetts y algunos altos mandos, pero también otros tipos que no eran precisamente soldados.

-Caron ¿Usted sabe lo que pasa en el hangar seis? – pregunté un atardecer mirando por la ventana.
-Ni idea. Imagino que “algo grande”, como me ha dicho el coronel. Lo llaman “Muchachito” – dijo, deleitándose con las uñas de su mano izquierda a mi lado.
-Algo escuché de eso el otro día. Dos capitanes hablaban de un “Muchachito” y luego el coronel lo mencionó en el bar. Pero usted debe saber algo.
-Sólo eso, que están trabajando en el avión para algo grande, nada más. A propósito ¿sabe usted cómo bautizó el coronel a nuestro bombardero?
-Imagino que “My Sweet Headbull” o algo así, en honor a su pueblo natal – respondí sin ganas de jugar a los acertijos.
-¿Sabe? En situaciones como estas es donde se ven los grandes hombres. Lo bautizó “Enola Gay”.
-¿Enola Gay?
-Así es. El nombre de su madre. Un gran hombre ¿no cree?
-Tal vez un gran hijo… aunque para bautizar a un bombardero con el nombre de la madre hay que quererla muy poco ¿no cree? – dije y me fui a la cama, tras estirar los brazos y hacer un leve movimiento con el cuello.

7

Las dos noches anteriores al 6 de Agosto la orden fue dormirnos muy temprano. Siempre he pensado que las dos últimas cenas, llevadas de manera especial y a la carta - como quien brinda su última comida a un condenado a muerte - tenían entre sus ingredientes algún calmante disuelto en ellas. Terminábamos de comer y los bostezos llegaban tras la última cucharada al postre. La penúltima madrugada me levanté al baño cuando ya todos dormían. Crucé el dormitorio y, al pasar junto a la cama de Tibetts, el único que gozaba de cierta privacidad tras un burdo panel de madera, escuché un murmullo que, con seguridad, era una oración. Detuve mis pasos, él su fraseo.

-¡Francotirador! – escuché el llamado desde más allá del umbral.
-Sí, señor – respondí temeroso. Lo vi tendido en la cama. Estaba desnudo con un vaso en su mano derecha.
-Entre.
-¿Está bien coronel? – pregunté, haciendo el saludo marcial y quedándome en posición firme.
-No tan bien como usted
-Vaya, y pensé que yo estaba mal – respondí rascándome la cabeza.
-Pregunta: Si tuviera que sacrificar mil pollos del gallinero de su vecino para evitar que una maldita enfermedad siga devorándose a los demás gallineros del pueblo, incluido el suyo, ¿lo haría?
-¿Qué dice, coronel?
-Lo que escuchó… ¿Acaso no comprende? – consultó levantándose y poniéndose delante de mí.
-Sí. Claro que entiendo, señor.
-¡Qué inteligencia! ¿Entonces?… ¡Vamos, responda! ¿Lo haría? Piense que el vecino los necesita, que es la inversión de toda su vida. Piense en el dolor que eso significaría para él, para su esposa. Para su hijo, el tullido en silla de ruedas que apuesta a que su padre le dará esta temporada el palo al gato. ¡Piense, maldito fotógrafo! ¡Piense! ¿Lo haría? ¿Mataría a esos pollos?
-¡Sí señor! ¡Lo haría!
-¿¡Qué haría!?
-¡Mataría a todos esos pollos para terminar con la maldita plaga, señor!
-¡Gracias sargento! Puede retirarse – dijo, dando un suspiro al final y lanzándome, de paso, una bocanada de bourbon en el rostro.
-Muy bien, señor.
-Y rece mucho, sargento – murmuró.
-¿Cómo?
-Olvídelo.

Dos hombres vinieron a buscarme en la madrugada del 6 de agosto cuando me encontraba solo en el dormitorio. El resto del escuadrón había sido llevado varias horas antes al hangar. “Parece que es el momento”, pensé. Todos me esperaban junto al avión que lucía en su trompa el nombre “Enola Gay”. Al verme entrar, Tibetts les ordenó formar junto al acorazado y me solicitó una sesión fotográfica en grupo e individual. El hombre había mejorado el semblante de la noche anterior, pero aún así se notaba nervioso y preocupado. Varias otras personas concurrieron alrededor de la nave. Un par de tipos con delantales, tres altos oficiales y seis hombres de aspecto duro y siniestro, enfundados en overoles negros. Tibetts se acercó, me dio una amistosa palmada en la espalda y dijo: “Va a ir de paseo en el ‘Straight Flush’ con el comandante Eatherly. No pierda detalles”. Luego me condujeron al avión que estaba al final de la pista con sus hélices girando hace rato y esperando mi llegada. Partiríamos antes que el B-29 de Tibetts. Uno de los tripulantes, por orden del comandante Eatherly, me asignó un lugar en la cola del avión y me entregó un par de audífonos para estar al tanto de la operación.

Los minutos posteriores al despegue me parecieron largos, como una vida plana y chata, a pesar de que muchos digan que la vida es corta. A lo lejos, entre la noche y las nubes, vislumbré algunas luces encendidas en la base. Escuché instrucciones y diálogos en los auriculares. Luego vino el silencio y el sonido del motor imponente sobrevolando el Pacífico hacia el Noroeste.
Dos horas más tarde comenzaba a amanecer. Un espectáculo bello e indescriptible. Cogí la cámara y tomé fotografías tratando de ubicar el famoso sol naciente bajo el cual vive el Japón. A la belleza sobrevendría la intranquilidad. La voz de Tibetts aparecía en los auriculares conectándose con nuestro acorazado, dando los buenos días, como si al rato fuera a aparecer trayendo una bandeja con el desayuno y los periódicos del día.

-El “Muchachito” ya ha despertado y se ve hermoso – dijo Tibetts desde el “Enola Gay”.
-Debe ser un bebé grande y robusto – respondió Eatherly.
-Sí, ya le han cambiado pañales y está listo para caminar – rió Tibetts.
-Como un buen padre – dijo Eatherly siguiendo el juego.
-Soy apenas su maestro, nada más… Quien lo lleva a la adultez.

Aburrido de aquella poética estúpida. Me paré, luego de tres horas de vuelo, y fui hasta la parte delantera del avión. Quería saber de qué se trataba lo del “Muchachito”. Vi a tres operadores en la cabina de radares y comunicaciones que ni siquiera percibieron mi presencia y luego a dos soldados que miraban por la ventana. Continué hacia la cabina de vuelo y abrí la puerta. Me senté en una butaca vacía. El amanecer se veía más espectacular aún desde allí, a diez mil metros de altura. Eatherly y su copiloto se miraron extrañados. Sin duda no había lugar para mí. “¡Sargento! Debe volver a su ubicación. Este no es lugar para usted”, ordenó el comandante.

Salí de allí y retorné a mi asiento. Ni siquiera sabía hacia dónde íbamos. Una hora más tarde me percaté que dábamos giros sobre una ciudad junto al mar que se veía diminuta allá abajo. Me calcé los fonos. Todo era silencio. Sólo escuché una voz que dijo: “Straight Flush sobre casa de papá” y silencio, únicamente el motor. Dábamos giros como los buitres sobre la carne muerta, señalando el lugar, el camino, el punto exacto. Diez minutos después, un nuevo mensaje: “Papá ha llegado a casa. Anda a tu dormitorio, Straight Flush”. Era la voz de Tibbets que ya estaba aquí y pedía la vía despejada. Miré aquella ciudad desde la cola del avión, al amanecer y sin vida. Dicen que para los pilotos y operadores de bombarderos son sólo objetivos, que mientras no vean vidas humanas y gente moviéndose, todo estará bien, que uno o tres mil muertos es casi lo mismo, porque lo que de verdad les interesa es el cemento, el acero. Edificios, puentes, barcos. Nada más.

Cogí la cámara y apunté a la ciudad. Comencé a tomar fotografías. Alisté la segunda cámara por si agotaba la película de la primera. El avión hizo un brusco viraje de retorno. Quedé con todo el Oeste a mi disposición. Por los audífonos escuché: “Muchachito va camino a casa. Ya no volverá” y luego, diez segundos más tarde, la voz de Tibetts: “Francotirador, no cierre los ojos”. Sentí acelerar el avión a fondo. Disparé una foto cada cinco segundos – recordando a Cartier-Bresson y su medida - hasta que, de pronto, todo se iluminó en un destello salido del Apocalipsis, en un fulgor mortífero que nos sacudió a nueve mil metros de altura, con la aparición de un sol desde la tierra, con la apertura del mismo infierno cuya luminosidad me encegueció. “¡¿Qué es esto!?”, grité y cerré los ojos. Vi todo blanco, todo luz, sin dejar de presionar el botón de la cámara y haciendo correr la película. “¡Dios mío! ¡Qué hemos hecho!”, fue el grito que escuché por el audífono. “Hiroshima recibió al muchacho… Repito, Hiroshima recibió al muchacho a las 8 horas, 15 minutos y 17 segundos”, dijo otra voz.

Pasé los cuatro días siguientes en la enfermería de Tinian con la vista vendada. No podía olvidarme de aquél destello. Escuchaba a los médicos y enfermeras que venían con noticias. Hablaban de cientos de miles de muertos, de una ciudad completamente devastada por la bomba de uranio a la que habían denominado “Muchachito”.

Caron vino a verme. Dijo que mis fotos daban la vuelta al mundo y que, por esos días, el coronel Tibetts y su madre era casi tan famosos como Clark Gable y Vivian Leigh. Que todos recibiríamos bonos de pensión y más de alguna medalla. Que tres de los seis restantes de la tripulación, eran débiles, cobardes, un trío de ratas que lloriquearon al saber de qué se trataba todo cuando Tibetts les habló en pleno vuelo. Que Lewis, el copiloto, fue el marica que le preguntó a Dios por lo que habían hecho. Que gracias a nosotros la guerra iba a terminar y que volveríamos a casa más rápido de lo que imaginábamos. No hice ningún comentario, sólo le pedí que trajera mis cosas que estaban en el dormitorio y me entregaran las cámaras, pues debía estar pronto de vuelta en San Francisco.

8

Para el domingo supe de otra detonación, esta vez en Nagasaki. Ese día recuperé la vista, sólo veía sombras. Tibetts fue a despedirme cuatro días más tarde. La luz del sol era molesta. Hacía que los ojos me ardieran. Me había puesto una gorra y anteojos oscuros.

-Lo veré en San Francisco en dos semanas más – me dijo Tibetts – Allí celebraremos junto al escuadrón. Ahora no hay tiempo.
-No hay nada que celebrar, coronel.
-¿El fin de la guerra no es suficiente?
Ni siquiera le respondí. Subí al avión que me llevó de vuelta a casa y seis semanas más tarde pedí mi baja del Ejército.

Para mí no hubo honores. Sólo oscuridad y silencio. Una vez, en medio de la penumbra, vi las fotos en un folletín que conmemoraba los diez años del fin de la guerra en un periódico. Vi el humo, el fuego, un hongo y mis ojos tras esas fotografías. He rehuido a la luz por años. Siento miedo de ella, de que alumbre, de que entre en mi casa, que está siempre con las cortinas cerradas. Reorganicé mi vida para trabajar sólo de noche. Vivo de la pensión que me da el Gobierno y cuido un edificio de oficinas.

¿Cartier–Bresson? Un día, en mayo de 1955, vino a buscarme cuando andaba de paso en Baltimore y gozaba de fama. No supe dónde ni cómo averiguó mi dirección. Desde el otro lado de la puerta vi que tocó el timbre insistentemente, varias veces. No abrí. Entraría demasiada luz, demasiados recuerdos, demasiados fantasmas del sol naciente.

Comentarios

No_surprises ha dicho que…
Felicitaciones por su logro señor Salinero.
Recién impreso para deleitarme con su escritura.
Ana María
Erik Fernández Farfán ha dicho que…
estimado viejo amigo...digno de un especialista de las letras...ojalá sus pares sigan aplaudiéndolo como lo merece...en mi humilde blog..tengo un cuento que es un homenaje a su persona y uno de sus cuentos...lo invito a leerlo...y que me ayude ...como ud. lo declaró por ése mismo medio...le deseo la mejor de las suertes...
saludos

jefe
Anónimo ha dicho que…
tropecé con su blog por casualidad un cuentaso. lo seguiré leyendo maestro
jorge livesich
miguel ha dicho que…
Amigo:
Muitos, muitos parabéns de Portugal
Um grande abraço
Marce Mercado ha dicho que…
mmm...

más o menos...
no me gustó mucho, la verdad...
poco...
lo hallé pretencioso...
me habían hablado bien acerca de ti.

y ganaste Premio Juegos Literarios Gabriela Mistral 2007 ?
mira...

Saludos
Valeria Solís T. ha dicho que…
¿Pretencioso? ¿qué es eso? escribes con lenguaje amable, cercano, limpio. Me encantó!!

Vale

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